2. Las
campanadas de Londres
Natalia termina de cenar y se va al salón a ver la tele.
Ella es una chica solitaria, no se relaciona mucho con los
demás. Acaba de cumplir los dieciocho, y a pesar de que por fin ha conseguido
sacarse el carnet de conducir, sus padres no pueden permitirse comprarle un
coche y ella no tiene ahorros; por lo que desde mañana trabajará en la tienda
de souvenirs de la calle principal.
En pleno invierno que está, y Natalia no tiene ni pizca de
frío, es más, casi diría que tiene calor. Con las mangas de su vieja camiseta vintage remangadas, y sus botas de piel
en el suelo, apartadas en un rincón de la sala, se dispone a mirar sin prestar
realmente atención a un programa que echan en la televisión vieja y pequeña que
tienen en su modesta casa.
Y pensar que antes eran una familia con dinero... y ahora se
podía decir que eran prácticamente necesitados.
Su padre, falleció hace dos años. Él era el único que
trabajaba, en una gran empresa, pero con su pérdida, el dinero también se fue
de sopetón. Su madre intentó buscar un trabajo, pero lo máximo que consiguió
era trabajar como ama de casa. A Natalia la quitaron de la escuela privada a la
que iba, y dejaron su preciosa casa en Escocia, para irse a una modesta
vivienda alquilada a un buen precio en el centro de Londres. Les surgió una
buena oferta, para variar.
Son las doce de la noche. Natalia apaga la tele y se va a
dormir. Está muerta de sueño. Sin ganas, se acuesta hasta que el sueño la vence
y sus párpados ceden por fin.
Mientras tanto, Dione se adentra en el bosque. Los árboles
rozan el cielo y son tan tupidos que parecen artificiales. Por fin divisa lo
que quería.
La princesa se acerca al un inmenso árbol y con solo rozarlo
con las yemas de sus dedos, las ramas brillan y las hojas que hay en el suelo
revolotean a su alrededor.
Se respiran aromas exóticos y cierra los ojos con fuerza al
decir: “Llévame a cualquier lugar donde haya humanos.” El tiempo corre, las
horas retroceden y el sol cambia su posición.
De pronto la garganta se le queda seca y su cuerpo está
helado. Abre los ojos y se queda con la boca abierta al ver lo que hay a au
alrededor. Cientos de artilugios móviles con ruedas por camino negro con rayas
blancas. También puede ver objetos luminosos que cuando cambian a un
determinado color, los artilugios con ruedas se mueven o no. Además hay gente.
Muchísima, ataviada con extraños ropajes. Nadie lleva las telas que porta ella,
y no hay rastro de ningún símbolo de naturaleza más que un minúsculo recinto
lleno de hierba y unos bancos alrededor. Eso le hace sentirse preocupada.
No sabe muy bien por dónde empezar así que sin pensárselo
mucho, avanza a trompicones entre la nieve hacia donde le indica su instinto.
De repente, se da un susto al oír unas potentes campanadas.
¿De dónde viene el ruido? Se da la vuelta y levanta la cabeza para ver el
gigantesco reloj que hay detrás de ella. “Guao”, piensa.
Continúa caminando, hipnotizada por el sonido y por los
extraños sonidos de cascabeles que se oyen al rozar el reloj.
La gente que pasea se gira extrañada y miran a Dione con el
ceño fruncido, suponen que lleva un disfraz, que se dirige a una representación
o que incluso es el vestuario de una película que están rodando en la ciudad;
pero lo que más llama la atención son esas “alas de plástico” que cuelgan
brillantes tras su espalda. Las niñas se acercan a ella e intentan preguntarle
que dónde se ha comprado esas alas de mentira que parecen tan reales, y lo más
gracioso es cuando las tocan: tienen la textura de un dulcísimo algodón de
azúcar. Suaves y definidas, Dione tiene unas de las mejores alas en Isis, sin
embargo, es lo suficientemente lista como para no usarlas ante humanos.
Todavía sigue sin saber hacia dónde va. No tiene destino, ni
ayuda. Ni siquiera sabe dónde está, así que por fin se acerca a una mujer
bajita y delgada y le pregunta.
-
Buenos días – dice Dione.
-
Buenas... – dice la señora sin cortarse un pelo en
mirarla de arriba abajo.
-
Me gustaría saber dónde estoy – le dice.
-
¿Que dónde estás...? – se queda callada pensando que se
trata de una broma, y al ver que la chica de extraños ropajes la mira con una
sonrisa, le contesta -. Estamos en Londres, querida.
-
Londres – susurra la princesa. Jamás había oído hablar
de tal lugar.
-
Y ahora si me permites, tengo prisa – dice la señora. Se
ajusta la coleta y se va a zancadas.
Dione sigue caminando y entonces ve a una chica sola, en un
banco apartado de las demás. Se compadece y piensa que está triste, va hacia
ella y se sienta a su lado.
-
Hola – dice.
-
Hola... – la responde Natalia mirándola disimuladamente
sus alas de algodón - ¿Puedo ayudarte en algo?
-
No... es que... bueno... sí. – Dione se da cuenta de
que ya es hora de que le cuente a alguien lo que la pasa y cuál es su
situación. ¿La creerá? Todo depende de la buena dosis que la hayan dado de
pequeña de cuentos de hadas, porque está a punto de vivir uno... o casi.
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