martes, 23 de mayo de 2017

Las 23:25

Las 23:25 de la noche era una hora muy especial para el pequeño hombrecillo que se recostaba en el sofá de terciopelo. Era la hora a la que los búhos comenzaban a ulular y la luna brillaba con fuerza, irradiando luz por todo aquel páramo desolado.
Él, por supuesto, no dudaba de nada. Sabía que sus cordones estaban atados, que la camisa burdeos era la adecuada y que llevar el pelo atado en una coleta descuidada le daba un toque especial. Las apariencias eran importantes, ¿no? Si no lo eran entonces, no sabía cuándo lo serían de nuevo.
Los pantalones caían sobre sus zapatos. La etiqueta sobresalía de su chaqueta marrón.
-No, no, no. Así. Así, mejor- hablaba consigo mismo porque no tenía más compañía que la de su pobre cabeza.
Recogía la cocina meticulosamente y se arropaba en la cama sigilosamente. Dormía bocarriba, o al menos lo intentaba. Así, si aparecía, no tendría más que levantarse de un impulso y darle una bofetada. Miró de reojo cómo se movía el fuego sinuoso en la chimenea.
Su reloj tremendamente antiguo movía su péndulo como si estuviera burlándose de él.
El hombrecillo observó cómo los minutos pasaban lentamente. Las 23:20 marcaba ya.
Se estiró los pantalones, muy pulcro se sentía. Los zapatos asomaban por debajo de las sábanas, que eran finísimas para no tardar nada en levantarlas si era necesario.
23:25. El estruendo llamó a su puerta. Por fin había llegado, impetuosa y rebelde. La pesadilla más bonita que había tenido jamás lo acogió en sus mejores galas, y se fugaron huyendo del páramo y del fuego crepitante.

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