La mujer
Amelia siempre hacía tres cosas cuando se levantaba: pasarse los dedos por su pelo negro una docena de veces, colocarse el flequillo en su sitio y comer un cruasán para desayunar.
Trabajaba como sirvienta en una vivienda cercana a la suya, a la cual iba dando un paseo. Le gustaba observar los árboles que rodeaban el camino y dibujar las flores que llamaban su atención.
Tenía los ojos grandes y las pestañas largas. Una boca pequeña, dedos finos y largas piernas le daban en su conjunto un porte elegante cuando caminaba.
Solía sonreír a los desconocidos con un poco de tristeza en el rostro, no por nada en especial, sino porque se entretenía pensando en lo desastrosas que podían ser sus vidas, y en si lo serían tanto como la suya.
Detestaba las faldas, pero le hacían trabajar con una, así que lo primero que hacía al regresar a casa era quitársela. Caminaba por los pasillos en ropa interior porque se sentía más cómoda. A veces preparaba café para ella y para su marido y, cuando se sentía de buen humor, entraba con picardía a su despacho y se lo ofrecía, pero él apenas la miraba.
Amelia, embargada por una tristeza que ya era familiar y común en su cabeza, se ponía entonces ropa más corriente y envolvía la lencería entre papel de seda para devolverla al día siguiente.
La melancolía se dibujaba en su rostro antes de irse a dormir en una cama muy vacía aunque tuviera un hombre junto a ella. Se giraba hacia un lado y se mordisqueaba las uñas porque le hacía distraerse y no pensar en las ganas que tenía de llorar.
Sin familia y prácticamente sola en el mundo, se veía incapaz de dejar a la única persona que la había querido… aunque ya no lo hiciera.
El amigo
Su padre siempre le había dicho que no conseguiría nada en la vida si no estudiaba. Así fue como Agustín se metió en Derecho, una carrera que no le había llamado nunca la atención, y que sin embargo se había sacado con las mejores calificaciones de su promoción.
Había sido un chico organizado desde que tenía recuerdo. Le gustaba anotar todo lo que pasaba por su cabeza. Hacía listas interminables, apuntaba con detalle lo que tenía que hacer cada día y escribía con rigurosidad un diario desde los diez años.
Era un hombre atractivo que siempre salía a la calle bien afeitado y con el pelo engominado. Siempre llevaba una gabardina larga, camisa y corbata. Cuando coincidía con alguna mujer en el ascensor, siempre se le quedaba mirando de reojo. Nunca salía de casa sin colonia. Era varonil, contaba con un buen trabajo y tampoco podía quejarse de su piso.
Sin embargo, no era feliz. Se miraba con atención en el espejo cuando se lavaba los dientes, sus ojos azules le devolvían la mirada y sus labios gruesos intentaban sonreír en un intento de empezar la jornada con más ánimos.
No encontraba cercanía en ninguna de las mujeres a las que había acogido entre sus brazos musculosos, resultado de tardes largas en el gimnasio. Fruncía sus cejas pobladas y se preguntaba qué estaba mal en su vida para no poder disfrutar de ella.
Y aunque la respuesta permanecía en su espejo, intentaba ignorarla.
Iba a reuniones, asistía a alguna de las fiestas a las que era invitado y de vez en cuando rechazaba contratos para ascender de puesto porque al final del día, era ella lo único que le faltaba. No necesitaba un salario más alto.
Solía mirar de reojo la foto en blanco y negro que había colgada en una de las esquinas de su espejo y sonreía a Amelia como si aún estuvieran juntos en el instituto.