Después, me sentaba en un banco a verlas. Saludaba al señor de la cafetería, que siempre me regalaba un pastelillo de fresa a cambio de que yo le contara alguna historia que había escrito, pues estaba demasiado mayor como para si quiera elegir un libro; yo sabía el tipo de cuentos que a él le gustaban.
Me despedía, y daba largos paseos. Iba hasta la playa, observaba el mar, y volvía al camino. Me gustaba mirar a las gaviotas y hacerles fotos, y también caminar por la orilla, mojándome los pies, así luego mi cuarto olía a agua salada.
Cuando el sol ya no alumbraba las páginas de mi libro, emprendía el camino de vuelta. Al llegar a casa, mi madre me decía que sacase mis zapatos a la terraza, que si no mi habitación iba a oler a la arena de la playa, pero yo no lo hacía porque me gustaba ese olor.
Cenábamos todos juntos algo delicioso y después, me metía bajo la fina sábana de mi cama, cogía el ordenador, y editaba las fotografías tomadas.
Odiaba regresar a clase, no por tener que estudiar, sino por dejar atrás la rutina. Supongo que aquellos pastelillos de fresa, y la expresión de mis historias hacia ese adorable anciano, los paseos por la playa y las cenas en la terraza, habían colmado mi verano de felicidad, más de lo que yo pensaba.
